El 24 de mayo de 1993, el Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo y su chófer, Pedro Pérez Hernández, fueron asesinados en el estacionamiento del Aeropuerto Internacional de Guadalajara, México.
Se encontraron catorce heridas de bala en el cuerpo del Cardenal, un suceso que se convirtió en uno de los hitos más oscuros de la violencia del crimen organizado mexicano.
Las investigaciones apuntaron a una posible disputa entre dos de los carteles de droga más poderosos de la época: el Cártel de Tijuana, liderado por los hermanos Arellano Félix, y el Cártel de Sinaloa, co-fundado por Joaquín «El Chapo» Guzmán.
La hipótesis es que el Cardenal Posadas Ocampo quedó en medio del fuego cruzado, siendo confundido con «El Chapo», quien fue capturado en Guatemala diecisiete días después de los asesinatos.
El entonces Nuncio Apostólico en México, Girolamo Prigione, tuvo una intervención importante durante este periodo violento. Enviado a México durante el pontificado del Papa Juan Pablo II en 1978, Prigione medió entre los líderes del narcotráfico y las autoridades mexicanas. Incluso llegó a recibir una carta de los hermanos Arellano Félix destinada al Papa, la cual entregó al presidente de México de aquel entonces, Carlos Salinas de Gortari.
Prigione también fue influyente en la restauración de las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, que se habían interrumpido desde la época de Benito Juárez. Pero su gestión también estuvo marcada por la controversia, al restarle importancia a los abusos cometidos por el sacerdote Marcial Maciel.
Este periodo de la historia de México pone en relieve la delicada relación entre la Iglesia Católica y el narcotráfico. La iglesia ha jugado un papel significativo en la mediación entre el crimen organizado y las autoridades, lo que ha generado críticas por la aceptación de donaciones de individuos vinculados a la industria del narcotráfico.