Por: Juan Ordorica (@juanordorica)
La noche del miércoles 19 de septiembre Culiacán se fue a dormir arrullado por la lluvia. Algunos apagaron sus aires acondicionados; se reconfortaron en la velada más fresca del verano. Al norte del estado, en Ahome, el gobierno atendía a las sumergidas comunidades sin poner gran atención a lo que ocurría 200 kilómetros al sur en la capital.
Doña Rosa, Carmen y Andrea, vecinas de la colonia 6 de enero fueron a la cama aquel miércoles 19 de septiembre sin imaginar que aquel podía ser su ultimo día. Era una noche lluviosa como cualquier otra de la temporada. Nada o nadie las alertaba que un peligro próximo las asechaba la mañana siguiente.
El director de protección civil del estado de Sinaloa, Francisco Vega (aquél que nos pidió paciencia para aprender a desempeñar su cargo) todavía sonreía por su elocuente discurso en la explanada de gobierno del estado: “Sinaloa está listo para auxiliar a la población… es prioritario fomentar acciones preventivas para disminuir los riesgos…” Su pecho se infló de orgullo ante los representantes de los Poderes del Estado aquella mañana de miércoles. Las fotos y la reacción ante la tragedia de Ahome eran un rotundo éxito. Vega era el héroe de la película… así se fue a dormir.
Un día después llegó la tragedia. El jueves 20 de septiembre las comunicaciones oficiales se callaron y se cayeron. Toneladas de agua caían sobre las cabezas de los culichis sin una sola voz que avisara de la magnitud de la furia de la naturaleza. Los arroyos crecían y miles de niños eran dejados en sus escuelas. El gobierno seguía ausente. Las cuentas de redes sociales institucionales solo tenían publicados fotos de los eventos del día anterior. El alcalde de Culiacán Antonio Castañeda declaraba en algunos programas de radio que las lluvias eran moderadas. Nada que temer.
La garganta más profunda del cielo se abrió y en dos horas Culiacán se encontraba bajo el agua. Doña Rosa intentó salir de su casa. El agua no respeto su edad o condición social. Reclamó la casa de Doña Rosa como su propiedad. Ella no sabía qué hacer. El arroyo del “piojo” se le vino encima. Carmen y Andrea salieron a su rescate. Los arroyos no atienden las buenas acciones. Las tres fueron arrastradas sin contemplación. Nadie les aviso. Nadie las buscó. A esas horas, para protección civil, las lluvias seguían siendo moderadas. En todo el día nadie acudió al llamado de la familia para ayudar a buscar a las mujeres.
A las 12:00 p.m. de aquel jueves 20 por primera vez una autoridad comunico algo. La SEPYC suspendía las clases por las lluvias. En el caos, miles de padres de familia intentaban rescatar a sus hijos; el servicio publico de transporte se desapareció. Nadie aviso de nuevo. Maestros escondidos con sus alumnos en los últimos pisos de las escuelas, en salones de clase, etc. donde sea que pudieran sentirse seguros de la feroz lluvia.
Las redes sociales vomitaban de todo: llantos, risas, juegos, reclamos, criticas, desesperación … entre más bizarra la escena era mejor. Aún así, una vez más, ese medio de comunicación funcionó mejor que los canales de comunicación institucionales. El ejército y las policías fueron algo de luz en medio de tantas sombras del gobierno.
Algunos terminaron culpando del desastre a la sociedad: “son unos puercos, se merecen eso por tirar basura”, “No usan el sentido común. No debieron mandar a sus hijos a la escuela”, “¿A quién se le ocurre cruzar arroyos?”, “Esas lluvias eran imposible de prevenir”.
Ante está tragedia la reflexión y las acciones son imperativas: ¿Estamos dispuestos a poner nuestra seguridad en manos de los mismos que callaron por ineptidud o displicencia criminal?, La sociedad pagó sus “culpas” con vidas y patrimonios perdidos, ¿Qué perdieron los funcionarios encargados de prevenirnos?; A los ciudadanos se les multa, pero a los funcionarios se les consigna o despide ¿para cuando y con quien se va comenzar? La lluvia no se puede evitar, pero sus consecuencias se pueden prevenir… o, por lo menos, avisar oportunamente. Una hora de aviso hubiera hecho la diferencia para cientos de familias y, tal vez, alguna vida se hubiera salvado; tal vez hoy no existirían los cinco huérfanos que dejaron Carmen y Andrea
Sin duda, nada va regresar las vidas de los que se fueron, pero las cosas van a cambiar cuando existan consecuencias de la negligencia: Los ciudadanos deben ser multados, las constructoras demandadas y los funcionarios despedidos. Si no es así, seguiremos mereciendo todas las desgracias que la lluvias de culpas traiga a nuestra sociedad.